
Este es sin embargo un joven lobo solitario, y no porque lo quiera, aunque a veces le guste la soledad, y vagar por los montes. Vivía con su manada, en un entorno conocido y agreste. Un día estaba en una de sus exploraciones y correrías solitarias. Se había alejado un poco más de lo habitual, estaba en una parte preciosa del bosque, con unos árboles tan altos que dejaban pasar tamizada la luz a través de las hojas, dándole un aspecto similar a las vidrieras de una catedral. Ese aire casi místico y sobrenatural.
Siguió vagando, estaba a gusto, llegó a una zona más abierta, donde casi desaparece la vegetación y con profundas fosas entre las rocas. Vió aquello peligroso y decidió regresar. De pronto se formó una tempestad de nieve, empezó a correr sin saber bien a donde se dirigía, y se ocultó tras una roca en un agujero. Cuando amainó, se encontró con un desierto blanco. Las fosas estaban disimuladas por la nieve y el hielo, que empezaba a resquebrajarse por los incipientes rayos de sol. Así inició su regreso. Vió las huellas en la fresca nieve de algunos lobos, pero no pudo seguirles el rastro y encontrarlos. Estaba solo y desorientado. Así que se guió por el sol para llegar a casa. Un largo camino en el que todavía está.
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